La sala tiene las paredes amarillas, siete butacas naranjas y un plasma empotrado a la pared sostenido por una estructura de metal. Está hace años en el canal Gourmet y sin sonido. Hay olor a lavandina —y barata—, a humedad estancada, a maquillaje viejo. Esta es la sala de la senilidad y el hartazgo donde nosotras esperamos todas las mañanas nuestro turno, donde él se presenta como si fuese el príncipe de Aquitania con su laúd maldito, su voz impoluta y el sol negro de la melancolía cayéndole por la espalda.
Cree que nos hace un favor el muy estúpido; que por ser viejas y andar encerradas nos va a poner contentas cualquier tonto que venga a practicar su música berreta con un público cautivo; que vaya al pabellón de los abuelos donde la mayoría está sordo, a ver si sigue con el mismo papel de mosquita muerta. Acá algunas viejas creen que está maldito, otras que es mufa —aunque es un poco lo mismo—, pero no todas son religiosas de la iglesia, algunas solo somos supersticiosas y medio brujas. Yo no creo que tenga nada, pero me genera tanto odio, me cae mal.
Viene hace varios meses ya. Las primeras veces que cantó no pasó nada, algunas hasta lo disfrutaron. Tocaba unas canciones españolas antiguas, unos valses, unos ritmos que ninguna conocía. La tortura empezó cuando se animó a traer sus propias canciones. Son feas, las letras no se entienden, quiere hablar de la soledad y de la complejidad de ser un varón sensible en un mundo hostil, y lo hace de una manera tan estúpida… La primera que trajo fue sobre su amor de la infancia, de cómo se enamoró de la hermana mayor de su amiguita, que andaba en bicicleta al atardecer con su pelo suelto, todo lleno de clichés. Nora, la que era enfermera antes, se descompuso ese día. Algo del tono de su voz cuando dijo lo de la bicicleta la mareó, la hizo vomitar y le empezó una picazón en el hombro donde el tipo la había tocado al entrar. La Gringa —creo— un día le vio las uñas violetas, pero no de pintado, sino como si tuviese los dedos moretoneados. Muertos, dijo ella. Él empezó a envolverse las uñas con cinta para tocar mejor —supuestamente—. Es para que no le veamos las manos necrópicas, dijo ella.
Buenos días, damiselas, dice el pelotudo cuando llega, con esa voz triste y aguda, como si todavía fuese el jovencito preocupado por aquel primer amor. Hay unas tontas que lo miran con ilusión, como si el tipo les fuese a presumir a ellas —y eso que son las más hechas pelota—. A mí el francesito me hace enojar. En algunas cosas es demasiado parecido a mi marido, el que me fajaba. Con ese temple de señor con clase, amable, de buenos modales. Con esa forma de caminar que pretende ser elegante y suave, macho alfa, pero educado. Así hizo que me enamore de él a los veinte años. Tenía una sensibilidad presente en cada movimiento que me hacía sentir comprendida y segura. Me dejaba tranquila verlo sereno, que no tenga vergüenza de acompañar a una doña a cruzar o de consolar a un chiquito que se cayó en la vereda. Que no se enorgullezca de andar golpeando a su madre, como hacía mi papá… —poco le duró—.
Tres meses después de casarnos, nos mudamos a otra ciudad porque le habían ofrecido trabajo de operario y una casita en el barrio obrero pegado a la fábrica. Una vez que mi familia ya no estuvo cerca, el tipo se sacó los modales, los guardó, y solo se los ponía para salir a la calle. Era teatral la escena de agarrar el sombrero y transformarse al cruzar la puerta, se volvía suave y amoroso. Igual al francesito. Adentro, yo era su empleada, su mucama y su muñeco de descarga, lo que él necesitara cada día. Cuando estaba el señorito en casa, yo andaba en puntas de pie, atenta a no hacer algo que lo molestara o le interrumpiera. Andábamos siempre en alerta: él viendo a dónde sería la próxima trompada y yo buscando qué hacer para zafarla.
Una vez, volvía yo de trabajar, había salido más temprano y estaba contenta por poder pasar un rato sola en la casa y limpiar tranquila. Antes había pasado por la carnicería a comprar osobuco para hacer puchero. Tenía cebollas y papas en la casa, y podía sacar un poquito de perejil del fondo, con eso me arreglaba. Llegué y las ventanas estaban abiertas. Tuve la suerte de que el desgraciado también hubiera salido temprano ese día. No me escuchó entrar. La casa olía a pis de gato y vino. Oí un forcejeo, maullidos enojados del Pelusa y las sillas tumbándose. Desde la puerta de la cocina y con las bolsas de la compra en la mano, lo vi. Apoyado contra la mesada, tenía el pantalón bajo. Con una mano agarraba al gato del cuello y lo golpeaba contra los cajones, con la otra se sostenía el pito. El animalito gritaba y daba pelea arañándole el brazo y la panza, pero el infeliz seguía intentando cogérselo. No solo teníamos que soportar el maltrato su mamá, su hermana y yo, sino también mi mascota. Pegué un grito y le revoleé el osobuco por la cabeza. Soltó al bicho y se quiso dar vuelta mientras trataba de subirse los pantalones. Aproveché su inestabilidad y lo tiré al piso de un empujón. Agarré la banqueta alta de la cocina y lo empecé a golpear con la parte del almohadón. Tenía más miedo que enojo —me sorprendí de mi fuerza—. Ahí no más me di cuenta que si daba vuelta el banco y le pegaba con las patas de metal, lo podía lastimar —lastimar de verdad, digo—. Y lo di vuelta. Los fierros se enterraron en sus carnes blandas hasta hacer tope con algún hueso. Le pegué en la panza, en los muslos, entre las piernas. Se empezó a manchar mi uniforme celeste de la fábrica y la cartera que seguía cruzándome el pecho. Ya no sabía si había quedado tirado de la borrachera o por los golpes, o si estaba haciéndose el desmayado para que no le siga dando —desmayado no estaba—. Me tiré encima de él, un poco para aplastarlo y otro poco como para que me quede su sangre pegada, como si lo hubiese querido abrazar o algo así. Busqué al gato que estaba todo erizado en un rincón, lo enrollé en una toalla para que no se me escape y nos fuimos hasta lo de la vecina.
Le entregué al bicho envuelto y le pedí que lo guarde en una pieza cerrada. Llamé a la policía y a la ambulancia desde su teléfono. Hice como que no era yo y les dije que había alguien lastimado en la casa del lado, que había escuchado ruidos y que se veía sangre en las ventanas. Si le decía que había un tipo maltratando a la esposa, no iban a venir. La ambulancia llegó al ratito, casi al mismo tiempo que el patrullero. La puerta de mi casa había quedado abierta, no tuve que hacer nada para que se lo lleven. Después de un rato salí a hablar con los oficiales. Me hice la tonta, como que lo había encontrado así y estaba con sangre porque lo había querido ayudar —no me creyeron—. Me tomaron los datos y se fueron al hospital.
Su recuperación fue larga. Veinte días hasta salir de estado crítico. Yo, que nunca creí en la virgen o en jesucito, rezaba fuerte al lado de la gruta de la medalla milagrosa en el patio del hospital. Apretaba mucho las manos y, pensando en mi suegra y mi cuñada, les pedía por favor que se lo lleve, que no se despierte, que se muera pronto, sin sufrir más que esto, pero que se vaya de esta vida, a nadie le hace bien que este tipo siga acá. Hice una novena con unas monjitas que iban todos los días a cuidar a un cura viejo que estaba por morirse. Yo les dije que pidan por mis intenciones —nunca por el desgraciado—.
La noche del último día del rezo estaba en mi casa con el Pelusa. Me llamaron del hospital, se había despertado. Me pasaron un parte médico. Estéril e impotente. Casi como un muñeco, me dijeron —ya no sé si me dijeron o yo dije eso—. Tuvieron que sacar mucho porque estaba todo muy arruinado por los golpes de los caños. Sin pito no va a poder aprovecharse de nadie, ni reproducirse. Cuando pensaba eso, me avisaron que iba a ir un policía a tomarle la declaración —estaba borracho, pero no era boludo—. Me bañé y me fui a acostar sabiendo que era la última noche que pasaba en esa casa.
A la mañana siguiente, hablé con la vecina para que se quede con el Pelusa, después me fui a la comisaría a declarar. Conté todo lo que él no dijo. Los detalles de lo que yo hice esa tarde y todo lo que él nos hizo durante años. No esperaba que se apiaden de mí. Solo quería que me crean, que no sea la loca. No es de hombre robarle y pegarle a tu mamá anciana. No es de hombre querer cogerse al gato o violentar a tu hermana frente a sus hijos y a espaldas del marido.
El juicio fue corto y todo por escrito. No necesité esperar el resultado, me iban a condenar, ya lo sabía —capaz ahora es distinto, pero en esa época, fui tapa de diario y todo: “Obrera enojada arremete contra su marido con carne cruda”—. A él no tuve que verlo hasta el día de la sentencia. Fuimos con mi abogada y mi custodia policial al edificio de tribunales frente a la plaza. Me lo crucé en la escalera. Salvo por mis manos esposadas, yo estaba en mi mejor momento. No tenía moretones en la piel, el pelo brillante por no estar expuesto a la grasa de la fábrica, un pantalón negro y una remera de hilo azul que hacían juego con un saquito, unos aros divinos con forma de rosca de pascua que me habían regalado las guardias. Él de bastón, acompañado por un taxista amigo. Ya ni la familia lo quería. Yo miré el bulto de vendaje que tenía abollado bajo el pantalón y sonreí. El asqueroso bajó los ojos y se concentró en los escalones. Le habían quedado cicatrices de los arañazos del Pelusa en la cara.
Me dieron siete años de condena y, por mi edad, estaba en un pabellón con todas mujeres grandes, algunas más jóvenes pero con poca movilidad. Era un lugar tranquilo y feo, de luces blancas que hacían ruido y frazadas viejas. Las doñas que compartían el cuarto conmigo eran de las supersticiosas. Cada cama tenía una cintita roja atada del lado izquierdo. Arriba de la puerta, había pegada una estampita de la Difunta Correa y, entre las camas, un póster de dos bomberos en culo. Dormíamos sobre un colchón finito con sábanas amarillentas. Extrañaba al Pelusa, pero qué tranquilidad estar lejos del muñeco borracho.
Me enteré que el desgraciado murió. En el hospital no le habían curado bien algunas heridas y le agarró una infección años después. De a poco voy dejando de pensar en él —casi que ya no lo pienso, digo—. La última vez que lo soñé fue el martes pasado. Me acordé de golpe, en esta misma sala. En la tele estaban enseñando una receta del puchero, una receta elegante y tendenciosa, con vajilla especial y especias de andá a saber dónde. Pero el corte de carne era el mismo. En las verduras apareció por la puerta el francesito, con un sombrero en la mano y la cabeza gacha. Me pareció verle rasguños en las muñecas y los brazos. Nos miraba una a una a los ojos buscando empatía. Yo no lo quería ni ver, sentía que lo iba a reventar contra los sillones naranjas si sus ojos me tocaban una vez más. Hasta que se me acercó y, con su voz llorosa, me empezó a hablar. Sentí el olor del osobuco crudo saliendo de la pantalla. Con el mismo ímpetu de aquella tarde, levanté una de las butacas naranjas, la que está suelta de la estructura, la que no tiene patas, con algo le tengo que poder dar, que aprenda a no volver a tocar una vieja nunca más, ni con las manos, ni con los ojos, ni con ese laúd maldito.