Cualquiera se funde con el pavimento una mañana de verano

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Me chorrea transpiración por la parte de atrás de las rodillas. Esto es nuevo para mí, capaz que por eso en verano no tengo ganas de hacer pis todo el tiempo, porque el líquido que tengo se me va en chivo. ¿Este líquido que sale, que ahora es transpiración en realidad es pis? ¿O es parte de la sangre? ¿Se hará la sangre más espesa? Como la saliva, digo. Tal vez por eso me baja la presión, porque la sangre se pone pesada y lenta, no lleva oxígeno al cerebro y me hace sentir idiota. Ya son las siete y cincuenta y dos de la mañana y estuve veintisiete minutos esperando a este colectivo que sí paró. El primero siguió de largo. El segundo, hijo de su madre, paró a media cuadra de la parada y yo con más de 30 grados no corro. Este tercero casi lo pierdo porque frenó a mitad de la calle, atrás de una camioneta que estaba apurada por avanzar y casi me pisa. Viene hasta las manos de gente. Le digo mínimo, aunque me bajo cruzando el río, igual no controlan las paradas. Es un sauna, pero no creo que enflaque al chivar arriba de este 102. Hay olor a encierro, a mal aliento y a zafra. Con el vaho y la humedad no se me va a sentir el olor a porro ni el olor a chivo. ¿La transpiración de atrás de las rodillas será como la de las axilas? Fumé un poquito antes de subir para bajar la ansiedad, pero estoy en ayunas y ahora siento que me está por bajar la presión. La sangre está muy caliente, se me espesa y me hincha las venas. El cráneo me transpira. Cada vez que me paso la mano de la frente a la cabeza aplasto el frizz. Hago de la transpiración de mi cara un gel hediondo para un peinado tirante y alto. Llevo la mochila en el pecho y me incomoda, pero más me molesta ser de esos forros que se cagan en el resto con un bulto atrás que no ven ni saben manejar ni dimensionan el espacio que ocupan. Me abro paso por el pasillo tratando de esquivar a los pajeros, las bolsas de las viejas y los chiquitos que van a la escuela. La gente es medio boluda y se acumula toda pegada cerca de la puerta de adelante, como si quisieran cerrar el paso. Me dan ganas de gritar, ¡vayan para atrás manga de forros, dejen respirar! La mochila también me gotea. La botella de agua perdió su posición vertical y tiene la tapita gastada y vieja. Un pendejito me pisa la ojota y la goma me quema el empeine, se me engancha la uña del dedo chiquito en una bolsa y pierdo el equilibrio. Quedo parada en un solo pie. Con la pata que tengo en el aire trato de volver a mi eje mientras le pateó los bártulos a una doña. Perdón, perdón. No llego a caerme, pero casi. El colectivo dobla y otra vez pierdo el equilibrio. Trato de agarrarme de uno de los palos de arriba y sin querer le meto un codazo en el hombro a un tipo. Él se da vuelta y con la cara roja y el bigote empapado de su propio vapor me amenaza. Yo lo miro con cara de orto y disculpá, amigo, tampoco es que tengo mucho por dónde ir. El tonto mira para abajo y ve mi camino chorreado. Asquerosa, dice por lo bajo, anda a lavarte el culo, mugroso, dejame pasar, pienso o digo, no sé, estoy medio abombada ya. Me acomodo en el fondo y trato de quedarme cerca de la puerta a ver si me da un poco de viento al abrirse, pero tan a lo último que termino parada arriba del motor del colectivo. El piso está caliente, es como estar en la sala de máquinas de una fábrica; el aire es más pesado, tiene vapores tóxicos, me ahogo. Cada tanto, el chofer abre la puerta aunque nunca baje nadie hasta pasar el río; entra el aire caliente que emana del motor hacia afuera; las ventanas abiertas no alcanzan para llevarse el vaho. No puedo creer que recién llevo siete minutos en el colectivo. Las gotas bajan de la frente, bordean la línea del pelo, caen por las orejas hacia el cuello. Tengo los hombros y la panza toda chivada, las axilas no tanto. Siento la transpiración que cae por el huequito de la columna. Cuando era más chica, la agüita me quedaba a la altura de los omóplatos, sobre las vértebras que están pegadas al cuello. Ahora estoy más gorda y el hueco es más grande, la transpiración no se pega a la remera, cae por la canaleta que se arma hasta la raya del culo. Se moja el borde del short y la bombacha, y se me dibuja una tanga de sudor. El boludo al que le pegué hace rato me mira y trato de ponerle cara de asco. No es que él me da asco, si es un boludo nomás, quiero yo darle asco a él, quiero que cuando me mire piense en un cuerpo torpe, pegajoso, cansado, con la ropa a medio sacar porque se enreda y se atasca con la humedad; que piense en las gotas mezcladas con polvo que arman barro chiquito en los pliegues del cuerpo, como atrás de las rodillas o en la parte de adentro del codo, de esos que si te pasás una toalla blanca y seca queda marroncita y húmeda. Con el colectivo en movimiento, cada tanto aparece una brisa de aire caliente, pasa rápido y me engaña que es fresca, pero no. Ahora nos estancamos antes de cruzar el puente. Paramos, no sabemos cuántos minutos vamos a estar acá; hay días que no esperamos nada; otros en los que pasa el tren de carga con millones de vagones, va lento, a paso de hombre y estamos más de veinte minutos. Hoy es una pesadilla de tránsito. Hay muchas motos afuera bajo el sol, ¿por qué siguen con el casco puesto? Ellos también deben tener tanga de sudor, no me jodan. No es solo el calor en la piel, lo siento adentro, en los músculos, están inflamados, se me llenaron de humedad y vapor, me habita en los pies, se me hinchan, en los párpados que me pesan, la saliva se me pone densa, los pliegues pegajosos. Tengo los anteojos empañados y la parte de atrás de las orejas inflamada y húmeda, las patillas pegadas. Ya no chorreo solo por la columna y por la panza, sino también por mis costados, bajo las tetas, las costuras del corpiño mojadas que me manchan la remera. Una gota cae del cuello, pasa entre las tetas y se me mete en el ombligo. La siento. Me da escalofrío, casi una arcada, como cuando te meten el dedo en la oreja que hace como frío y raro en los hombros. No me gusta. Necesito sentarme un momento. Las ojotas están más calientes y me queman los pies. Apoyo uno sobre el otro y me quedo un rato parada en cada pie para que baje el ardor del plástico. Me pongo la mochila a un costado, es como sacarme la frazada en este horno. Más gotas pasan por el pantalón y bajan por las piernas. Los tatuajes se mojan. La enredadera que tengo en la pierna se marchita, es que los poros están tan abiertos que la tinta se mezcla y quedan las gotas sucias. Creo que, si no muevo las piernas, voy a empezar a sangrar, voy a derretirme, va a brotar la sangre sin oxígeno, caliente, pegajosa. Me asusto y miro. Por ahora no sangro, solo tengo las piernas mojadas y los pliegues del pantalón también. ¿Pensarán que es pis? Me agarro del borde de un asiento. La vieja que está ahí me mira de costado y da vuelta la cara hacia la ventana. Trata de abrir un poco más. No tiene fuerza. Yo tampoco. La ventana queda así y ella con cara de asco. El tipo sentado adelante trata de ayudar y empuja desde su lado; se da vuelta, me mira las piernas y la vuelve a mirar a la mujer buscando complicidad. Creen que no me doy cuenta, que no puedo pensar por estar derretida, que estoy buscando ahogarme en mi propio vapor arriba del 102, sin siquiera haber cruzado el puente. Me guardo las ganas de ponerle la mochila en la cara a la vieja boluda cara de olor a caca y que se joda. Me muevo, porque otra vez me estoy quemando los pies. Me mojo las ojotas y hacen ruido de pileta. La chica que está sentada atrás de la vieja también me mira. Le veo la cara de asco. Me da un poco de vergüenza, pero me hace cagar de odio, quién se piensa que es, ella sentada con su shorcito y sus anteojos de sol pegada a la ventana, jugando al videoclip, respirando antes que nadie el aire caliente que viene de afuera, lleno de humo y olor a zafra. Ahora mismo debe estar sentada sobre un charco de transpiración de sus propios muslos, pegados al plástico viejo, caliente, resquebrajado de los asientos, sin respirar, ni la tela, ni la piernas. Debe tener un lago en el culo, como si se hubiese sentado en un bidet lleno de agua. A ella nadie la mira porque está sentada. ¡Qué culpa tengo yo de que vos vivas más lejos, tarada, y te subas antes al colectivo! Hace 46 grados para todas, ¿sabés? tonta del culo, ojalá esos anteojos horribles te quemen las retinas. Ahora, además de tener vergüenza, quiero venganza. Sigo sin fuerza para nada. La puteada a los otros pasajeros me agotó. Hace mucho calor, no puedo lograr que vean que no es pis, que no tengo la culpa, que seguro estamos todos igual, solo que a ellos no se les nota. No escucho el tren, pero el colectivo sigue parado. Las bocinas aturden, las puteadas se enredan y solo se identifica el hastío y el cansancio. La gente arriba del colectivo quiere quejarse, pero estamos todos a media máquina, medio desmayados. Me quedan cuatro paradas para bajarme. Sin tráfico las haría en seguida. Puedo tardar más esperando que si me bajo. El camino no tiene sombra, creo que me voy a caer muerta en la segunda cuadra, antes de llegar a la primera garita. Además, si me voy, la gente se va a dar más cuenta que estoy dejando un charco abajo mío. ¿Qué mierda pasa que no avanza? El chofer no está, no lo veo, quizás solo es un asiento duro de plástico caliente. Los ojos se me ponen en blanco. Intento abrir la misma ventana que la vieja y le doy con la mochila en la cara. No le veo el gesto, tengo la vista como si estuviera usando anteojos que no son míos, distingo algunas formas y luces, pero en realidad no veo. Los labios se me empapan de transpiración, me paso la lengua y está salado y caliente. Suelto el asiento, me paso la mano por la cara y pierdo el equilibrio otra vez. Termino apoyada con las manos en las piernas de la vieja. Se me vencen las rodillas. La vieja tiene sus manos prendidas fuego, una vela prendida por cada dedo. Un poco me quiere sostener y un poco no quiere que la toque. Capaz que ya me están sangrando las piernas. El colectivo arranca de golpe y yo termino tirada de costado, con la cara pegada al piso de goma caliente. Los anteojos se calientan. El vidrio se derrite y caen granos de arena hirviendo sobre mis ojos. Grito, pero no me escuchan, tengo la voz confundida, como la vista. El agua que salía de la mochila no se evapora, sino que se concentra. Tengo un té recién hecho saliendo del bolsillo. La piba que está atrás de la vieja me patea la cabeza porque mi pelo hediondo le toca los dedos de los pies. Qué mierda le pasa a la tonta del lago en el culo. El bondi avanza. En cuanto doble me bajo. No sé cómo voy a hacer. Mi cuerpo ya no es el que era antes de subir. Espero que la puerta siga abierta, así trato de rodar por los escalones y con mi propia ropa empapada y mi piel pegajosa limpiar del piso el charco que soy. Voy a poner mi mochila adelante por si caigo contra el pavimento. Ruedo acompañada por la curva de la esquina. Un chiquito de la escuela se da cuenta que quiero bajar y toca el timbre por mí. Mis extremidades no responden, están volviéndose consistencia fideo en agua hirviendo. El chofer hace unos metros más, abre la puerta y baja la velocidad. No puedo esperar a que frene, la temperatura del motor está derritiendo los tejidos del piso, de mi pelo y de mi cerebro. Caigo por los dos escalones altos, en la cuneta, a unos metros de la parada. Las articulaciones pierden sus topes y los brazos giran y las caderas y rodillas ceden con el peso. Soy una figura de arcilla sin secar, me quedo como caí, con los anteojos pegados al pavimento rayados por las piedritas. Oigo el sonido de la ebullición del vidrio que, por el calor, está por explotar para invadirme de astillas orgánicas con protección antirreflex. El pelo está humedecido con agua tibia estancada de canaleta con tres de las cuatro variedades de mosquitos que hay transmitiendo enfermedades. La mochila queda debajo mío. Es lo único que me protege la panza del pavimento y hace que mis intestinos sean lo último en desparramarse. Las tiras de las ojotas se funden con los dedos y ahora tengo una sola cosa con talones despegados y las puntas de los pies forradas en plástico. Las gotas grises llenas de tinta se evaporan. Los pelos de las piernas se me achicharran con el sol y la piel se desintegra mimetizándose con el cemento de la cuneta. Una señora en la parada me mira desaparecer en el asfalto mientras espera el colectivo; saca su abanico y se seca la frente con un pañuelito bordado. Antes de subir, se persigna. Estoy lejos de los autos, no me van a pisar. Cada tanto, pasa algún colectivo que frena y me da sombra unos instantes y la esperanza de que la temperatura pueda bajar alguna vez. Son las ocho y cuarto de la mañana, quedan doce horas para que empiece a caer la luz. Tal vez ya no haga tanto calor y pueda esperar el colectivo en la primera garita, no importa si tarda otros veintisiete minutos o viene muy lleno.  

Una versión reducida de este texto fue publicado en la segunda edición de la revista Jauja, del colectivo Letra Suelta, de Santiago de Chile. Podés entrar a leer la revista en este link

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