La fiesta
La espuma era lo único distinguible de esa masa que avanzaba y retrocedía sonora. Ella se dejaba llevar. Su vestido largo se enredaba entre tobillos ajenos y si no hubiese sido por quienes la sostenían de la cintura ya sería una con la masa.
Desde su fiesta de quince, hacía más de veinte años, Myrna venía armando el casamiento en su cabeza. Ya no tenía una carpeta con brillantina y recortes de revista, sino un tablero de Pinterest, una pestaña en su casilla de correo con información para el casamiento y varias libretas con ideas y planificaciones. Sabía que sus gustos eran caros, así que en cuanto cobró su primer sueldo abrió una caja de ahorro. Los preparativos de la fiesta y de todos los eventos satélites al casamiento estaban bajo su control. El casamiento sería la fiesta de inauguración de su nueva vida.
Llevaban tres años de novios. Myrna amaba a Kevin. No podía decir que estuviera enamorada de él. No de esa forma ciega y pasional que veía en las películas y que alguna amiga medio exagerada imitó alguna vez. Nunca pensó en hacerse un tatuaje en conjunto o irse de escapada el día de la primera cita. Se conocieron trabajando. Ella, técnica de higiene en una empresa de transporte; él, chofer de camión. La mañana que lo vio por primera vez con la credencial que usan los gerentes Myrna quiso que su casamiento fuera con él.
La fiesta parecía que iba bien. Las tías cocineras de Kevin aprobaron el menú y se sorprendieron con la entrada de quesos. La barra nunca dejó de servir daiquiris y cuba libre. La espuma, aunque al principio le había divertido, a esta altura le parecía una pésima idea. Había dejado el piso pegajoso. La pista era una horda de borrachos. Sus amigas, hermanas elegidas, todas borrachas. Su madre ya había muerto, sino estaría igual que ellas. El novio, ciego del alcohol. El que pasaba la música, como estaba medio entonado, ponía canciones que cebaban a los ebrios desinhibidos de la fiesta.
Myrna se detuvo a ver la escena. Eran las cuatro y veinte de la madrugada. En unas horas, nada de eso seguiría existiendo. La fiesta, el plan del casamiento, las despedidas de soltera para ella, la de Kevin, la que hicieron juntos. Todo muerto, sepultado. Desde su fiesta de quince, hacía más de veinte años, Myrna…
Myrna estaba envuelta en la masa que retrocedía y avanzaba. La ronda quiso empezar a girar para el otro lado. Hubo choques de cabezas, tropiezos y confusión. Mirna quedó muy cerca del borde de la pista, casi en la salida al patio. El tío que tenía al lado se cayó y los primos trataron de levantarlo. Mirna aprovechó la distracción y, haciendo como que saludaba a alguien a la distancia, escapó de la pista y salió al patio.
El vagón
Caminó hacia unos vagones de tren antiguos. Los listones de madera estaban restaurados y pintados con un barniz muy oscuro, de un marrón casi negro, con vetas. Las uniones eran de metal pesado de color verde inglés. Las ventanas cerradas por dentro conservaban la forma desde afuera. En la puerta había un farol que sostenía una luz cálida. Por dentro, eran baños amplios con lo necesario para resolver cualquier urgencia. Tenían agujas e hilo, tampones, labiales pequeños como de muestra gratis, quitaesmalte, demaquillante. Esta era la comodidad por la que había pagado. Para ella y para sus invitados. No había planeado tener un momento de intimidad y descanso durante la fiesta, pero le gustó. Era una forma de premiarse por el logro cumplido.
Se sacó los zapatos y los acarició. Eran acolchados por dentro y forrados de raso italiano por fuera. Una obra de arte, a medida. Se frotó los pies, envueltos en unas medias finas y suaves. Quería sentir la suavidad de la tela haciendo presión sobre sus dedos inflamados. De a poco, todo lo pendiente iba desapareciendo. Aprovechó para hacer pis, se lavó las manos, los dientes. Se puso un poco de spray en el pelo. Estaba disfrutando de la pausa de la fiesta. En ese mismo momento, del lado de afuera del vagón, se estaban concretando cosas que había planificado durante años. Prendió un cigarrillo sabiendo que no debía. Miró los detalles de hierro viejo que envolvían las puertas de madera. Pensó en si hubiese podido ser técnica de higiene en la época de ese vagón. Tal vez no hubiese podido estudiar por ser mujer, o quizás no había técnicos de higiene. Los vagones necesitaban un cerrado hermético para evitar el viento y el frío. Prestó atención y no escuchó nada de la música de afuera. La sorprendió lo bien que funcionaban los burletes. El silencio la conmovió hasta el llanto. Asustada por lo que vendría y contenta por lo que había hecho quiso abrazarse fuerte, felicitarse. Como nadie podía verla, cruzó los brazos sobre su pecho, agarró sus hombros y presionó. Sintió la presencia de su propio cuerpo. Volvió a tirarse spray en el pelo. Volvió a lavarse las manos y los dientes. Era hora de regresar.
Visita
Estaba pasando algo fuera de lo planeado. Eligió relajarse y dejarse sorprender. Empujó la puerta con fuerza. Un frío repentino le tomó las manos y le acarició el cuerpo hasta el corazón. La luz había cambiado, estaba más fría. No oía música, ni voces, no había ruido de copas, ni bailarines desequilibrados cayendo unos sobre otros.
Myrna nunca hubiese estado preparada para esa sorpresa. El espacio estaba vacío, las luces apagadas. No veía a nadie. Ni amigos, ni borrachos, ni mozos, ni el novio. Tampoco estaban las mesas, las sillas, el gazebo que armaron para el de la música, las lámparas ni las fuentes. Las columnas de metal, que alguna vez habían sostenido el techo, estaban cubiertas de una enredadera de un color entre verde y morado, de a ratos parecía azul. La planta se levantaba para abrazar viejos pilares. Tenía miles de hojas del tamaño de una cucharita de café que bailaban con el viento. En su lado más claro, una pelusa reflejaba la intensidad de la luna y su contracara era un azul oscuro que casi parecía un agujero por el que se veía el cielo. El cielo era una cortina sobrepoblada de lentejuelas. Fue la enredadera lo que hizo que Myrna no tuviera un ataque de pánico.
Raíces y arbustos agrietaban el cemento dándose lugar sin distinción entre concreto y tierra. Un pino viejo que Myrna recordaba haberlo visto alto y adornado por guirnaldas estaba caído ocupando la mitad de la pista. No se escuchaban animales, apenas algunos ruidos de insectos a lo lejos. De los postes de luz colgaban telas de arañas fuertes y brillantes que parecían tejidas por randeras. Había olor a plantas, árboles, humedad y yunga. El vagón era lo único que no había sufrido los años de abandono.
Myrna recorrió el espacio. Llegó hasta la iglesia que estaba del otro lado del camino, frente al salón. El techo de madera a dos aguas estaba en el piso. Las ventanas no tenían vidrios y había ladrillos caídos del lado de adentro y de afuera de los muros. Pero la iglesia estaba más bella que nunca. A través de las aberturas se veía cómo la luz inundaba el interior. Los bancos de madera eran uno con la vegetación. Parecían soportes para cientos de plantas de hojas enormes, como la costilla de adán, pero con las hojas redondeadas con forma de gota. Myrna vio por una ventana a un metro del piso moviéndose por el viento. Sintió que ese bamboleo se trasladaba al interior de su cuerpo y que su cuerpo ahora era una extensión de la laguna de hojas. El vaivén avanzaba célula a célula, limpiando cada uno de los residuos emocionales y físicos arraigados. El agua verde, más liviana que el aire, levantó a Myrna del suelo unos centímetros. Era un fluido de hojas gota meciéndose.
La sensación de frescura por haber sido atravesada por la laguna verde era genuina. Ahora veía que los podcast de meditaciones guiadas de la instructora de yoga no. Se sentía liviana, y despreocupada.
La vuelta no fue difícil, la luz del vagón le sirvió de guía. Atravesó la puerta pesada de metal otra vez. Sabiendo que se iba a arruinar el maquillaje, se lavó la cara. Necesitaba regular su temperatura. El miedo, la laguna, la adrenalina y la calma la habían desequilibrado así que se lavó las manos y la cara con agua caliente. La puerta de metal se abrió. Entró Sofía, la madrina del casamiento, su amiga desde preescolar. Se sorprendió de verla sacándose el maquillaje en medio de la fiesta. Myrna no pudo explicar lo que había pasado. Sus manos seguían heladas, mientras la frente le sudaba por el calor. Tenía ojeras marcadas, la cara pálida y los cúmulos blancos de saliva en la comisura de los labios que se le iban volviendo azules. Azules, como las hojas de la noche, pensó su reflejo. Pero los ojos brillosos y el maquillaje a medio sacar empeoraba su imagen. Myrna se veía en el espejo veinte años más vieja, pero su alma estaba rejuvenecida.
Sofía se fue rápido del vagón y volvió con los dos borrachos que encontró primero para tratar de ayudar a que se reponga la novia. Myrna, para no tener que dar explicaciones, improvisó un maquillaje con lo previsto en el vagón y se fue a disfrutar la fiesta y la vida con el cuerpo purificado por las aguas verdes.
Antes del principio
Después de tres años de fingir que buscaban soluciones a situaciones que ninguno de los dos quería resolver, Myrna y Kevin se divorciaron. Myrna, con más terapia encima que antes, decidió festejar su cumpleaños de 40 en el mismo salón de su casamiento. Quiso hacerse un regalo y contratar los vagones otra vez. No había pasado ni un día en que no disfrutara en soledad aquel momento de la pista de baile y la iglesia liberada.
La fiesta no fue pretenciosa esta vez. No hubo espuma, ni burbujas, ni entrada de fiambres o mesa dulce. El salón en realidad les quedaba un poco grande. El alquiler del vagón como baño era excesivo para la cantidad de invitados que había.
Mientras la fiesta se concentraba en el postre helado, Myrna aprovechó para llevar a Sofía al vagón. Como no sabía qué podía pasar, se mantuvo en silencio sin darle explicaciones. Le pidió que de regalo de cumpleaños se prestara a un juego. Si salía bien, le explicaba, y si no, ya vería qué hacía.
Hicieron paso a paso lo mismo que Myrna recordaba haber hecho. Sofía había dejado de fumar hacía dos años y no quiso fumar el medio cigarrillo que era parte del juego. No la quería obligar, había sido muy difícil para ella y Myrna estaba contenta del logro de su amiga. Pero Sofía tampoco quiso fallarle a su amiga así que fumó una pitada de un porro que tenía en la billetera. Myrna asumió que con eso alcanzaba.
Entrelazaron sus dedos. Myrna abrió la puerta del vagón y sus manos se enfriaron al momento de tocar el picaporte. Sofía se asustó con ese frío repentino. También con la luz, la vegetación y el silencio. Mientras caminaban sobre la tierra poblada de arbustos y yuyos que les llegaban a las rodillas, Myrna trataba de explicar lo que había pasado. No podía. Sofía tenía muchas preguntas y ella no tenía respuestas para ninguna. Así que solo le decía que confiara en que estaban bien y la invitaba a concentrar la mirada en las columnas, las hojas, las estrellas.
Pasados los primeros minutos, el miedo se fue. Si no hubiese sido por la confianza absoluta que se tenían la una a la otra, Sofía hubiese tenido el mismo ataque de pánico que Myrna amagó al salir del vagón. Aferrada a su amiga, se entregó a la experiencia.
El deterioro era el mismo de cuatro años atrás, o cien años hacia adelante. Visitaron la iglesia de enfrente con el oleaje de plantas en su interior y el manto de lentejuelas naturales que cubría sus paredes. Pasearon en silencio por los mismos lugares. Cuando se querían mostrar algo se apretaban la mano y señalaban con la mirada y la sonrisa. Su cuerpo y su conciencia estaban colmados de estímulos, pero estaba liviana como una bolsa de papel. La mano fría de Myrna la conectaba con la realidad, pero ella estaba disuelta entre las hojas brillando sobre el muro de la iglesia inmersa en una calma que…
Volvieron al vagón. Sofía se miró en el espejo. Se asombró por el enorme parecido con su mamá. Recordó a Myrna lavándose el maquillaje en su casamiento. Ahora las dos se veían agotadas y no había borrachos para buscarlas.
La experiencia del vagón fue decantando en Sofía por mucho tiempo. Su postura al caminar cambió. La columna ahora estaba erguida y el mentón en alto. De a poco dejó de dolerle la espalda, y retomó la pintura con acuarelas. Sentirse casi incorpórea había reseteado los movimientos a los que se había acostumbrado su cuerpo y había recuperado otros olvidados. Sus dolores acumulados por hernias de disco y malas posturas habían menguado desde el cumpleaños de Myrna. Podía pensar sin dolor.
Meses después festejó ella su cumpleaños. Volvieron a alquilar el salón y los vagones. Sofía seguía casi flotando. Quiso compartir la experiencia con Mecha, su novia. Le pidió a Myrna que las guiara. Su amiga repitió la zambullida interior en el agua verde de la iglesia. Mecha quedó maravillada con la situación y las consecuencias. La sensación física de bienestar fue muy intensa. Le pidió perdón a su cuerpo por las cosas a las que lo había expuesto y se reconcilió con su imagen y su presencia.
Unos meses después, Mecha quiso festejar su cumpleaños en el mismo salón, con los vagones. Llevó a su amiga de la facultad, con la que cursaron juntas toda la carrera, y que ahora estaba en crisis profesional.
Esta inició a su mamá, que había enviudado hacía mucho y no había vuelto a sonreír. Su madre, ya resuelta, llevó a su sobrina, que hacía años no entendía qué le gustaba. Ella se amigó con la vida y llevó a su podóloga al vagón.
Así, fueron compartiéndose una a una la inundación de agua y la cortina de lentejuelas, todo de hojas del futuro. En cada cumpleaños alguna iniciaba a su más amiga, a su novia, a la mujer importante en su vida, a la que necesitaba un reseteo en el cerebro. La que necesitaba de esa calma que…
A Myrna la invitaban a todos los eventos, como si fuese una celebridad, una gurú, su mesías.
El sueño del vagón propio
La experiencia del momentovagón llegó a círculos lejanos. Más mujeres querían invitar y ser invitadas a la noche negrozaulada. Ya no alcanzaba con las fiestas cada tanto.
El primer círculo de experimentadas compró el salón de fiestas, con el vagón incluído, así como estaba. Vendieron cosas, pidieron préstamos, créditos, empeñaron reliquias familiares y se convencieron unas a otras de que no podía fallar.
El plan fue generar un tratamiento terapéutico en el espacio. A gran escala, con turnos, aranceles, mercaditos satélites, actividades que se complementaran con la propuesta.
Las socias originales ya casi no tenían tiempo para su momentovagón. Estaban los turnos ocupados por personas entusiasmadas por visitarlo las veinticuatro horas del día, todos los días, todas las semanas.
La organización era buena. No había colas ni esperas eternas. Sobre la ruta, frente a la iglesia, ya se dejaban ver numerosos puestos. Había de todo: comidas veganas, jugos naturales, masajes descontracturantes, cosmética natural. El más concurrido de los puestos era el de maquillaje al salir del vagón
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Acá se acabo lo que se daba…