Yo era chiquita. Iba a tercero B, junto con Felipe, el hermano de Emilia. Ella iba a tercero A, donde iban los que aprendieron a leer en preescolar y ya sabían las tablas y dividir por dos cifras. A nosotros, los del B, nos tenían más paciencia, decían las seños. La mamá de Felipe y Emilia, trabajaba junto con mi mamá en la estación de servicio, muchas veces alguna de las dos nos buscaba a los tres de la escuela. Se iban turnando y cubriendo para poder trabajar más horas. A mi me gustaba que nos busque Cecilia, así podía ir a la casa de ellos, que tenían un patio grande.
Además me gustaba mucho ser amiga de Emilia. Yo era alta como Felipe, pero Emilia, aunque era mellizos, era una cabeza más bajita que nosotros. A él le gustaba estar en silencio y jugar con las plantas o los bichitos del patio de atrás. Con Emilia armábamos fuertes de superhéroes con toallas viejas, broches para la ropa y los cordones de las zapatillas. A veces se le ponía la cara como de enojada y los ojos con lágrimas mientras lo armábamos. En ese momento hacía los nudos más fuerte que nunca. Así ningún malo los iba a volver a molestar otra vez, decía, ni a ella, ni a su hermano ni a su mamá. Y yo pensaba si estaría enojada por tener que pasar tiempo conmigo, que todavía no sabía del todo la tabla del 6 todavía ni tampoco podía hacer bien los nudos. Pero una vez adentro, Cecilia nos traía vainillas y jugo multifruta de sobrecito. Felipe venía al fuerte con nosotros, a mostrarnos los bichos raros que había encontrado en el fondo y Emilia se reía de vuelta y volvía a ser una guerrera en su fuerte. A mi me daba vergüenza no poder hacer nudos como ella. Mi mamá sí me tenía mucha paciencia, pero no tenía mucho tiempo, siempre estaba ocupada y yo no había aprendido a atarme los cordones de las zapas. Por eso usaba zapatillas con abrojo, como algunos nenes de preescolar o el chico del 4° A, que usaba un bastón gris para caminar y tenía el bracito siempre pegado al costado. No entendía qué baile hacían los dedos para terminar haciendo de un cordón un moño hermoso y a veces con dos nudos.
Una tarde, que salimos de la escuela muertos de calor nos fue a buscar Cecilia, que también llegó muerta de calor de estar rodeada de autos y motores desde la mañana temprano. Al llegar a la casa, en vez de hacer un fuerte acompañamos a Felipe a regar las plantas del fondo. Cuando terminamos de dejar todo empapado para calmarle el calor a las plantas y al pasto, volvimos caminando despacito por el camino de piedras mojadas. Yo trataba de mirar todos los bichitos que Felipe señalaba en los árboles y por alta y torpe se me enredaron los pies con unas ramas, tropecé y me caí mojándome los pantalones y embarrándome las zapatillas.
Me puse a llorar. asustada por el golpe y por haberme ensuciado mis únicas zapatillas cuando teníamos acto al día siguiente. Cecilia me ayudó a limpiarme las manos llenas de barro, me prestó un pantalón corto de Felipe, porque la ropa de Emilia, aunque me encantaba era muy pequeña para mi tamaño. Me dio medias y unas zapatillas de lona de Felipe que ya no le entraban y a mi me quedaban perfecto. Mientras me estaba cambiando entró Emila preocupada a ver cómo estaba. Yo todavía lloraba y tenía las rodillas como frutillitas. Me puse las medias limpias y secas y me calsé las zapatillas. Dale, vamos afuera que Felipe encontró otra familia de caracoles entre los malvones, me dijo Emilia. Yo seguía sentada en la cama mirando los cordones cortitos y enrollados que tenían las zapatilla de Felipe. No sé si quiero ir afuera, le dije en voz baja. No me quiero tropezar otra vez, y levanté los pies del piso mostrándole las zapatillas. No sé hacer los nudos en las zapatillas como ustedes, Emilia. Soy torpe del todo, no solo con los pies. Emilia se rio bajito y me sonrió. Me sacó las zapatillas y se sentó al lado mio. Puso una zapatilla sobre mis piernas y la otra se la quedó ella. Yo te voy a enseñar, como me enseñó la seño del A y como le enseñé a Felipe cuando íbamos en preescolar.
Primero los cordones tienen que estar más o menos del mismo largo. Tenés que hacer una cruz con los cordones. Doblar cada cordón de la zapatilla para formar dos orejas de conejito. Pero los conejitos quieren entrar en su cuevita. Para eso, tienen que dar la vuelta entre sí para entrar juntos y pasar a la cueva por el agujerito. ¿Ves?
A ver, otra vez. Emilia desató los cordones y despacio, para que la vaya siguiendo, me mostraba cómo hacerlo.
Cruz, conejitos, vuelta y adentro de la cueva. Y después, si los cordones son medio largos, otro nudito.
Yo miraba atenta. Cruz, conejito, vuelta y a la cueva. un poco chinchuda por mis dedos tontos seguía repitiendo de memoria cruz, conejito, vuelta y a la cueva.
Tirá un poquito más de aquella punta, me dijo Emilia medio sonriendo y medio preocupada.
¡Me salió! grité. Pude armar al conejo y me salió. Emilia saltó de la cama. Ahora sí, con los conejos listos, vamos a ver los caracoles de Feli.
Estaba terminando el año en la escuela y nuestras mamás ya estaban haciendo los trámites para la colonia que teníamos por el trabajo de ellas. Querían que vayamos a doble jornada, pero el turno de la tarde era para los hijos de los que trabajaban en las oficinas, con traje, no de las que te cargan nafta. Mi mamá habló con su jefe y con Manuel, que hacía mantenimiento en el club al que íbamos a ir, y quedaron que nos podíamos quedar los tres con él ayudándolo a hacer algunas cosas hasta las 4 de la tarde. Nuestras mamás podían salir a esa hora y nos buscaban. En el turno de la mañana íbamos a la colonia, jugábamos a la escondida, nos metíamos a la pileta y desayunábamos con todos los chicos. Al mediodía ellos se iban y nos quedábamos solos en el club. Almorzábamos con Manuel, las dos señoras del bufet y los profes de la colonia. Emilia era el centro de atención todos los mediodías. Armaba historias imaginarias y hacía preguntas sobre qué haríamos en esa situación. Una vez dijo: qué harías si, para hacer cada cosa que te haga feliz tuvieras que ponerte un perfume que a algunas personas les huele a lavanda y a otras les huele a plástico quemado. Todos se rieron y empezaron a hacer preguntas como a qué lo huele quien se lo pone o si es para siempre o se va en algún momento. Tardé un rato en pensar qué haría yo. Me costó entender qué era lo que yo haría. Tardaba en animarme a hablar, en general solo escuchaba las respuestas de los demás. Pero quería saber qué pensaba Emilia de lo que yo iba a decir. Levanté la mano, como si fuese la escuela. Le quería contar que yo me pondría igual el perfume a veces, que lamentaba que el resto me vea mal, pero hay veces que hay que hacer lo que hay que hacer para estar contenta, pensaba, Y me sentía hablando como el señor de la quiniela. La profe de natación gritó silencio. Yo bajé la mano rápido, tratando de que no vean que también quería hablar. Ella giró la cabeza y señaló a su oreja. Están llegando los pibes de la tarde, dijo. Y sonó lejos la bocina del micro que los traía al club mientras veíamos a través de la pared de arbustos una polvareda que avanzaba. Nos levantamos de golpe. No solían venir tan temprano. Levantamos la mesa con Felipe lo más rápido posible. No queríamos que nos vieran. Un poco me asustaban. Algunos los conocía de vista porque iban al colegio privado que está a dos cuadras de nuestra escuela. Me quería esconder de ellos. No sé bien qué era. Pero no me gustaba que me vean, que vean mis cosas, mi mochila con el dibujo de los planetas todo despintado, mis patas largas y flacuchas escondidas en joggins hasta el momento tortuoso de la pileta. Tenía miedo de estar cerca de ellos cuando estaban jugando a la pelota. Si la pelota se les escapaba y me quedaba cerca se las iba a tener que alcanzar y a ver si me salía cualquier cosa la patada. O si pateaba tan mal que se me salía una zapatilla? Capaz que dos nudos para el conejo no era suficiente.
Emilia era bajita y muy valiente. Había grandotas como yo que no sabíamos cómo hacer si los de quinto nos sacaban la pelota. Y Emilia se enfrentaba con ellos, que se le reían de frente. Ella se quedaba parada con su cara seria, sabiendo qué es justo y qué no. No lloraba nada de nada, ni ponía cara de asustada. Yo no entendía cómo hacía. Después de un rato los de quinto se empezaban a sentir mal y le devolvían la pelota a Emilia, que cruzaba el patio con la pelota de papel y bolsas abrazada con el brazo izquierdo y balanceando su brazo derecho, y sonriendo como una heroína, mientras los de tercero, el A y el B la esperábamos devolviéndole la sonrisa con aplausos y gritos. Y antes de llegar a nuestra parte del patio se dio vuelta para mirar con su cara de justicia muy seria. Y los de quinto se hacían los tontos, pero se iban despacito para el lado del patio techado.
A mi los de la tarde me asustaban como Emilia asustaba a los de quinto. Me daba miedo que nos vean a los tres limpiando el fondo del club con Manuel, despejando terreno para plantar más arbustos. Me hacía sentir rara que otros chicos se divertían mientras yo tenía que estar sacando yuyos con Manuel. Felipe estaba encantado con el viejo. Prestaba mucha atención a cómo Manuel movía las manos para arrancar el yuyo sin lastimar a las otras plantas y trataba de imitarlo. Emilia era una guerrera atravesando un bosque encantado y peleando contra una hiedra maldita. Si bien no era fanática de Manuel como su hermano, nos empezó a caer del todo bien cuando nos trajo para merendar el mismo jugo de sobrecito que nos preparaba Cecilia. Y más rico, porque tomarlo frío en un vaso de metal como los del club era mejor todavía que las tazas de vidrio de la casa de Emilia y Felipe.
Estábamos lejos de la cancha de fútbol donde estaban los chicos de la tarde, y había muchos árboles en el medio. Era casi imposible que nos vieran. Seguramente verían que había movimiento, pero no nos iban a ver la cara. Cada tanto espiaba un poquito para verlos de lejos. Me daban miedo, pero no podía no mirar. Estábamos guardando las pilas de yuyos que habíamos sacado en una bolsa arpillera grande grande como para meternos los tres adentro. Había que llevarla hasta atrás del cuarto de mantenimiento donde trabajaba Manuel. Mientras cargaba un manojo enorme de yuyos mojados vi que no estaban más en la cancha. Era raro, porque siempre estaban ahí a esta hora después de la pileta. Se escuchó un silbido muy bajito y luego uno muy fuerte y largo seguido de un montón de gritos y carcajadas de chicos que corrían por todo el club. Estaban jugando una mezcla entre escondida y búsqueda del tesoro. Nosotros habíamos jugado a eso con nuestro grupo de la mañana. Y si venían para acá y nos veían me iba a quedar paralizada. Tratando de mimetizarme con los árboles largos y flaquitos que había cerca. Pero estaba Emilia, que dejó las ramas secas que estaba cargando y se quedó como centinela parada con los brazos en jarra sin ánimo de pelear, pero preparada a defender. Un grupo de tres chicas y un chico se acercaban corriendo, mirando a cada paso para atrás y tratando de no reírse fuerte para que no los encuentren. Cuando vieron a Emilia se paralizaron. Entre el barro seco y clarito, el barro húmedo y oscuro y la transpiración de las tres de la tarde, la cara de Emilia era un collage medio aterrador. La chica que estaba más cerca de ella se asustó y se echó para atrás. Felipe y yo estábamos asomados a la bolsa gigante para tirar yuyos. Nos miramos asustados sin animarnos a levantar la vista y que nos vean que les mirábamos. Acá no se pueden esconder. Además, no hay ninguna pista. Las chicas se miraron entre sí y el varón miraba hacia atrás, no quería que lo vean paralizado frente a una petisa de 9 años con las manos llenas de barro y las piernas llenas de ronchas. Busquen cerca de la bomba de agua. Nadie se movía. ¿Y? ¡Váyanse!. Los cuatro se dieron vuelta al mismo tiempo, como si lo hubiesen ensayado antes. Los vimos correr en silencio, hasta que con unas bombuchas por la espalda los profes les dieron la señal de que habían sido descubiertos. Dejaron de correr y de reojo miraban para el fondo, donde estábamos los tres.
Emilia se dio vuelta riéndose y nos encontró a Felipe y a mi agachados, casi adentro de la bolsa. ¿Qué les pasa? Cuál es el problema con ustedes? Es que vinieron muy cerca, Emilia! y si estaban jugando a la pelota? nos podían lastimar! Felipe era igual de miedoso que yo, pero con menos vergüenza para admitirlo. Así que igual era más valiente
Ya somos grandes, el año que viene cumplimos diez. No podemos tenerles miedo a los del grupo de la tarde. Además, dijo Emilia subiéndose la cintura del pantalón que se le caía, no sabemos si son malos tampoco. Capaz son buenos amigos y quieren jugar con nosotros.
En ese verano de colonia pasaron muchas cosas. Emilia y Felipe le inistieron tanto a Manuel que nos dejó subirnos al caballito que tenía en el club. Era petiso y se llamaba Enrique. No tenía la silla como de las películas, había que subirse a un banquito y arriba del bicho había una manta para sentarse. A Enrique no le gustaba mucho que se le suban, pero con nosotros podía estar mucho rato antes de ponerse chinchudo. Felipe era el que la tenía más clara. Enrique se dejaba acariciar por él. Emilia no tenía miedo, pero le costaba mucho subirse. Ella me pedía que me suba yo primero y que desde arriba del caballo la ayude a subirse.
A veces, cuando los del turno de la mañana se iban y había que esperar para comer Emilia nos arrastraba a la cancha de fútbol. Todas las semanas jugábamos partidos de cosas con pelotas. Y ya sabíamos que antes de que termine la colonia íbamos a tener un encuentro de todo el día entero con los grupos de la tarde y la mañana para hacer partidos, juegos y competencias. Ni Felipe ni yo nos animábamos a jugar. Emilia pateaba muy bien y quería que fuésemos al arco su hermano o yo. Feli podía saltar mucho, pero se asustaba cuando venía la pelota. Yo pensaba al revés. Yo tengo que ir a buscar la pelota, porque Emilia la patea para que yo la agarre. Y de a poco, en los mediodías en los que el micro se demoraba íbamos practicando en la cancha los penales. Los profes se reían de verla pateando con tanta fuerza. Y yo que me tiraba con los brazos largos a agarrar la pelota que lanzaba mi amiga más valiente.
Cuando se estaba por terminar la colonia yo ya había aprendido un montón de cosas. Al volver a casa, después de la colonia mamá siempre me preguntaba qué había hecho. Y para que mi mamá crea que yo era muy inteligente le contaba cuántas cosas había aprendido. No es que me las inventaba, pero no es que todas me las enseñaron. Algunas cosas las aprendía de los profes, como cuando nos enseñaron a hacer la cara como pez globo y poder aguantar la respiración abajo del agua, otras de Manuel, como cuáles son los yuyos que pican cuando los agarrás con las manos o que hay que mover una palanca primero antes de apretar el pedal del tractor, algunas de Felipe y muchas muchas de Emilia. Fue ella en realidad la que me dio el secreto para tirarse de cabeza en la pileta y no caer de panza. Yo creía que hacía lo que decía la profe de natación, pero siempre me daba la panza contra el agua con un ruido fuerte que hacía que todos se rían. Algunas veces escuchaba algo que no era para mi y aprendía igual. Otras me daba cuenta yo sola como que si los cordones de las zapatillas son muy finitos y haces un nudo muy muy fuerte es más difícil de desatar que si los cordones son más gorditos. Y así, cuando nos encontrábamos a la noche mientras cocinábamos juntas yo le contaba todo lo que hacía mientras ella trabajaba para nosotras.
Era el último día de la colonia. Faltaban unas semanas para mi cumpleaños, que venía poquito después de que empiecen las clases. Yo ya quería cumplir los diez, quería ser grande de verdad. ya sabía muchas cosas de grandes, ya no me daba vergüenza ser alta, porque podía ser buena arquera. Y además me podía atar los cordones yo sola y con los guantes puestos. Emilia estaba emocionada por la fiesta de despedida de la colonia. No es que solo le gustaba ganar, sino que le gustaba mucho jugar cosas todo el tiempo y ese día era solo para jugar. Había algunos papás que habían pedido el día en el trabajo para ir y otros que llegarían rapidito después de trabajar. Mi mamá y Cecilia iban a llegar después del mediodía. Había algunos juegos con las mamás y los papás. Pero los mejores eran con los chicos nada más. Estábamos jugando una carrera de embolsados por equipos, había que ir y volver de una línea a otra con un compañero en la bolsa saltando. Cuando te metías en la bolsa ibas adelante y cuando tu compañero de atrás se bajaba y subía otro vos ibas atrás y el nuevo adelante y así hasta hayamos ido todos una vuelta adelante y una atrás. no me gustaba mucho ese juego a mi. La bolsa me quedaba bajita y mis compañeros de bolsa siempre eran muy pequeños. Me tocó ir a buscar a Emilia, que tenía que meterse en la bolsa y ponerse delante mio. Ya estábamos por perder, el equipo de los chicos de la tarde estaba terminando su última vuelta y a nosotros nos quedaban dos más. Emilia se mete a la bolsa y pone sus manos pegadas a las mías. Lo habíamos hecho otras veces y nos podía salir muy bien. Yo miraba cómo el otro equipo terminaba el circuito y ganaba el juego. Ella, que no estaba mirando pega un grito y salta. El grito de ella me despierta y trato de seguirle el ritmo. Pero no pude. Salté después y la tirada de la bolsa hacia arriba hizo que Emilia pierda el equilibrio, se caiga y yo arriba de ella. Me asusté tanto que me puse a patalear para sacarme la bolsa que tenía enredada entre las piernas y el cuerpo de Emilia que se reía por la torpeza mientras unos raspones colorados le iban apareciendo en el cachete y en la pera. Me dio tanta vergüenza haberme caído y haber lastimado a mi amiga que me fui del juego. Fui como para los baños, pero agarré camino al cuartito de Manuel, a ver si encontraba a Enrique por ahí para hacerle caricias y que me haga sentir mejor. Mientras iba caminando despacito, segura de que nadie sabía dónde iba a ir escuché los pasos cortitos y rápidos de Emilia, que venía con toda la cara colorada, un poco por el calor, un poco por el tropezón conmigo y otro poco por la corrida. Me tapé la cara con las manos sucias de tierra y polvo. Perdoname, Emilia. Me muero de vergüenza, perdoname. No puedo ni saltar en una bolsa. Perdoname.
No seas tonta, querés. Siempre nos sale. Yo ni te avisé que empezaba. Además el otro equipo estaba ganando ya. Nadie se dio cuenta que nos caímos. Y todo el mundo se cae en los embolsados. Ese es el chiste.
Seguimos caminando para donde encontrábamos a Enrique. Pero no estaba esta vez. Solo estaba el tractor de Manuel. Manuel había salido con Enrique a buscar algo a la despensa. A veces iba en el tractor, a veces iba con Enrique.
Yo quería verlo a Enrique hoy, capaz por última vez, no? le dije a Emilia que ya se estaba subiendo al tractor.
Bueno, ya que Enrique no está, vamos a andar en tractor esta vez, por ser la última vez, no?. Emilia se sentó en el asiento con los pies colgando. Mueve el volante, hace el ruido del motor cuando se prende “tatatatatatata” y pega una carcajada. Dale vamos, me dice, manejá vos que yo no llego a los pedales.
Sos loca, Emilia. A lo lejos se escuchaba la música que venía del buffet donde estaban sirviendo las pizzas del almuerzo.
Bueno, lo prendo entonces.
Igual no vas a poder moverlo, hay que usar el pedal y la palanca.
Emilia prendió el tractorcito de Manuel. De verdad lo pendió. Hizo “tatatatatata”. Yo miré para todos lados. Me daba mucho miedo que Emilia esté arriba del tractor prendido sola.
Emilia, sos loca en serio. Apagá y vamos que nos vamos a quedar sin pizza.
Vamos, pero en tractor. Vos podés manejarlo. Mostrame cómo se hace. Dale, mostrame. ¿Esta palanca?
No, esa no. Esa es para cambiar lo de atrás. A ver, ayudame a subir.
Primero apretás este pedal, después ponés la palanca esta y después soltás un pedal y apretás el otro. Yo le mostraba mirando para abajo, haciendo los pies como hacía Manuel. Las dos estábamos mirando mis pies en los pedales grandotes de metal con agujeros para que no resbalen los pies grandotes como los de Manuel cuando sentimos como un tirón hacia atrás, el ruido del motor que se volvía más fuerte y el cuartito de Manuel que se iba quedando lejos de a poquito.
Juli, lo estás haciendo. Estamos manejando el tractor. Estás manejando el tractor.
Yo no podía hablar. tenía los pies estirados y tensos sin animarme a mover ninguno de los dos. No sabía bien cómo funcionaba y tenía miedo. Las manos agarraban el volante enorme mientras Emilia iba parada al lado mío festejando. Vamos a dar la vuelta al club y a comer pizzas en tractor!
Emilia, no sé cómo se para esto.
Pero sabés cómo hacerlo andar, así que por ahora vamos a hacer eso nada más.
Emilia no estaba asustada. Ella ya me había visto hacer cosas que no me animaba.
Vamos por entre esos árboles, me decía. demos la vuelta por ahí.
Mientras más paseábamos, algunos chicos se quedaban viendo medio de lejos. No era la primera vez que veían el tractor de Manuel. Pero él estaba comiendo pizzas con los papás en el bufé. Los chicos del grupo de la mañana nos reconocieron.
¡Miren a Emilia! decían. Y Emilia los saludaba con las dos manos, sonriente como si hubiese recuperado todas las pelotas de todos los chicos de quinto de todas las escuelas. Y con esa misma sonrisa me miraba. No soy yo, Julia está manejando!
Y todos gritaron alborotados. Con tanto revuelo ya habían llegado los chicos de la tarde también. Estaban todos mezclados corriendo hacia el tractor.
Yo no podía mirar nada más que a los chicos de la tarde y de la mañana festejándome. Fue Emilia la que se dio cuenta que estaban viniendo los profes, los papás, Cecilia, mi mamá y Manuel, todos con cara de preocupados.
Juli, viene Manuel. Y tu mamá. Qué hacemos?
No sé qué hacer. Manuel aprieta el pedal del medio y saca la llave. Pero no sé qué hacer con los otros pedales mientras. Vos sentate mejor. Y agarrate fuerte.
Julia, apagá eso ya mismo, me gritaba mi mamá un poco cara de enojada y un poco con cara de divertida.
Ay, mis chiquitas, ay, mi tractor. venía Manuel al trote. Julita, el acelerador. Apreté más fuerte el pedal de la derecha y el tractor fue más rápido todavía. Los chicos gritaron todos juntos, como si hubiese sido un gol del mejor equipo. No, Julita, soltalo, soltalo.
Yo estaba muy confundida. Los chicos festejaban, Emilia se reía, mi mamá se reía y me retaba al mismo tiempo. El pobre Manuel era el que estaba más preocupado. Solté el acelerador como me decía el viejo y seguí manejando con el último empujoncito, hasta que el tractor frenó del todo.
Ay, chicas, ay, chicas, nos decían los adultos. Por suerte era el último día y no nos podían echar de la fiesta de despedida de la colonia solo porque esa tarde habíamos aprendido a andar en tractor.