Lidia sigue sin responder los mensajes y Elena le insiste a la sobrina para que vaya al hospital. Llega a las cuatro horas, cuando la jefa de planta estaba cerrando su turno. De la recepción en planta baja la mandan directamente a hablar con ella a la sala de médicos.
Le cuenta el cuadro con el que entró y cómo en la cirugía en la que salía todo bien sufrió un paro cardíaco por una reacción a una de las drogas más suaves que usaron para la anestesia. Hicimos lo que pudimos, pero no la pudimos salvar, escucha Cecilia.
Hicieron lo que pudieron, pero no la pudieron salvar, escucha Elena que le dice Cecilia. No entendía nada, si la caída era un chiste, qué coágulos dice, qué reacción de qué. Cómo que le mataron a la amiga. Cómo que le mataron a la amiga cuando iban a celebrar su cumpleaños, cuando iban a ir al recital del reicito sol. Y ahora qué, no va a tener otra amiga así, nunca más. No hay nadie en el mundo que pudiera tener la presencia de Lidia en su vida. Puede haber otros momentos hermosos también, pero no esos que tenían juntas. No ese mundo tan particular que armaron y habitaron juntas. Algo de las muertes alrededor hacía que esta no fuese una sorpresa tan grande. Ya había muerto mucha gente que habían conocido, incluso gente mucho más joven. Pero a esta, Elena le tenía mucho miedo. Con las otras muertes, incluso las de su familia, Lidia estaba ahí acompañándola. Y ahora tiene que hacer el duelo sola.
Le dice a Cecila que va a viajar igual, que quiere estar ahí para despedirse. Que tal vez va al concierto, tal vez no, pero que viaja, viaja.
Le avisa a su hija, que había salido de viaje. Le asegura que está tranquila, triste, pero tranquila. Que se tomaría un tecito de manzanilla para dormir mejor y que mañana hablaban. Le miente, llora hasta dormirse. Llora despacito como lloran las viejas cansadas decepcionadas de seguir acumulando penas a esa altura de la vida.
El despertador suena temprano. El cuerpo de Lidia sigue en la morgue del hospital. La casa funeraria contratada por las hermanas de Cecilia lo iría a buscar a media mañana para prepararlo para el servicio que era a las tres de la tarde, una hora antes de que aterrice el avión. Elena se despierta confundida. No está segura de haber dormido. Llora mientras desayuna. Se le caen las lágrimas mezcladas con el agua de la ducha. Para el secador de pelo a cada rato para limpiarse los mocos.
Ya casi está lista. Va a ir con tiempo, quiere salir en seguida de la casa. Lleva sus anteojos oscuros, los más grandes, no los más lindos. Los grandes que le tapan la cara arrugada y los ojos inflamados por la edad, la retención de líquido y las lágrimas contenidas por la vida compartida que ha perdido.
Mientras Elena espera para subir al avión la funeraria lleva el cuerpo de Lidia hasta su casa. La ubican en el living, donde Lidia daba clases particulares, con los ventanales abiertos y las cortinas cerradas. Tiene un vestido claro, con unas flores azules muy pequeñas que le contrastan con sus tonos verdosos.
Elena pierde más tiempo esperando el avión que volando. En el vuelo charla con el vecino de al lado, un hombre de apenas cuarenta años, que viajaba al recital de Luis Miguel. Se encontraría con su novio porteño allá. Él trabaja para afuera, cobra en dólares y le regaló la entrada. Ella sonríe lo que puede y asiente. Pide una copita de vino blanco en el avión, no están ofreciendo, pero insiste e insiste que le dan una para ella y otra para su vecino fan de Luis Miguel. Con la copa Elena se relaja y le cuenta al nuevo amigo lo que le había pasado. Pero ya no llora, está enojada ahora. El vino la hacía enojar en general, y ahora más. No le queda mucha vida y ahora los futuros cumpleaños serán el aniversario de la muerte de mi amiga. Qué amiga, eh.
Se baja del avión y elige un taxi que lo maneja una mujer. Se quiere sacar las entradas de encima. Pero se sube y ella es tan amable que se le va un poco el enojo. La taxista le cuenta que esa noche hay un recital de Luis Miguel. Elena se enciende otra vez y se enoja con la amiga. Le ofrece su entrada a la taxista. Le ofrece la de Lidia incluso, que la lleve a la madre, que le iba a gustar. La taxista no le acepta las entradas y le deja una tarjeta, por si cambia de opinión y quiere ir al recital, que ella la puede llevar.
Elena llega a la casa de Lidia, siempre tuvo un juego de llaves, aunque ahora está abierto, entornada la puerta. Entra y la luz está baja, el murmullo es suave. Se escuchan las cucharitas golpeando tazas de café. En el medio, casi al fondo, de frente a la pizarra, la ve por última vez a Lidia.