Es tarde y ya estoy muy justa con el tiempo. Afuera está esperándome Martina con el auto, para llevarme a la terminal. Saludo a la gata y agarro las llaves mías y las que son para ella. Voy muy cargada, con la mochila, riñonera, el bolso y dos bolsas con cosas para el micro. Más los dos juegos de llaves. Trato de cerrar y se me caen. Las quiero agarrar y sin querer las pateo por abajo de la puerta y las vuelvo a meter en la casa. Escucho a la gata maullar y jugar con las llaves. Le hablo, Blanca, Blanca, traeme las llaves, dale. Meto los dedos que se estiran como plastilina y encuentran un llavero. Con uno solo ahora me basta. Cierro la puerta y subo al ascensor. Pienso que podría haber abierto la puerta con la llave y buscar el otro juego. Paro el ascensor. Algo toqué y se apagaron las luces. El tablero resplandece, pero no hay números, sino una ventana, por la que se ve el mar. Entre el ruido de la alarma del ascensor también se oyen las olas rompiendo. Suena una bocina de auto, me doy vuelta y tengo que correrme a un costado porque pasa un auto rapidísimo que casi me choca. Atrás viene otro y otro. Parece que terminó hace un rato una película y están todos saliendo del cine. Dónde estará Martina. Busco por las secciones del estacionamiento la M de Martina. En este piso estoy en la Q. Doy más vueltas esquivando autos y no encuentro escalera, así que tengo que subir por donde van los autos.
Me pongo la gorra, ya que el sol arriba está fuerte y empiezo la caminata con las llaves en la mano, para no olvidarme de dárselas a Martina. Me agarro de la baranda amarilla de la pared hasta que encuentre un palo como para usar de bastón. Termino la primera subida y el camino se aplana. Ya no necesito el palo. Escucho lejos la bocina del auto de Martina. El camino que me lleva al auto está cubierto por barro. Sí necesito el palo. Solo llevo la mochila a cuestas. Me saco las zapatillas y meto los pies con medias en el barro arcilloso. Mi bastón se hunde y en cada paso me cuesta más levantarlo. Veo a Martina con el baúl abierto y a Blanca en el asiento de atrás jugando con el manojo de llaves. El auto se aleja a medida que yo camino, mis pasos lo empujan. Decido ir por arriba. Trepo con una habilidad heredada de nuestros ancestros y voy de copa en copa saltando como si tuviese un elástico agarrado de la cintura. Me faltan tres copas para llegar, pero la anteúltima está seca, sin hojas, no tengo dónde apoyarme y me caigo directo al hormiguero. En la caída, que me parece muy larga o muy lenta levanto la mano con las llaves y le grito algo a Martina, no sé qué, ella no me entiende y yo tampoco. Al llegar al piso soy pequeña y me reciben las hormigas como si entrara de visita a un castillo. Les explico que estaba por llegar al auto y que me caí, pero mi intención es seguir hacia adelante, hasta el último árbol. No hay árboles acá me dice. Solo algunos arbustos que crecen entre las lápidas. Miro y veo lápidas y tumbas grandes como edificios, altas como puentes, gigantes como estadios. Vienen ráfagas de viento con olor a flores marchitas y a jarros con agua evaporándose. El piso tiembla, viene un muerto nuevo. Asustada, vuelvo a la puerta del castillo hormiguero. La oscuridad adentro es absoluta. Se escucha ruido apagado, hay túneles, que cada tanto dejan atravesar unos rayos de luz. Camino, doy unas vueltas y me asomo al siguiente agujero en el techo. El olor a aceite y a nafta es fuertísimo, me hace doler la cabeza. Salgo del túnel directo a un taller mecánico de colectivos. El sótano donde estoy tiene una escalera para subir. Pero otra vez estoy sin zapatillas, con las medias mojadas de barro. Me siento y voy subiendo así, con el culo, en un escalón a la vez. Me enceguecen las luces rojas de atrás de un bondi. No quiero que me vean. Las llaves se me caen de la mano y hacen un ruido estrepitoso de vidrios rotos. El colectivo lleno se asoma a verme correr sin calzado. Pierdo la vergüenza y le pregunto a los gritos si van para el aeropuerto. Me miran todos con cara de asco. Igual me subo y me siento en el asiento del conductor. Miro por el espejo retrovisor y la veo a Martina, que está preparando el mate para llevarme al aeropuerto. Blanca en el asiento del acompañante se limpia la panza peluda.
—Dale, amiga, que estamos justas con el tiempo.
Arranco el auto ahora descapotable. Vamos a toda velocidad por la autopista. Hay carteles de precaución, cuidado, hombres trabajando, reduzca la velocidad, máxima 60, 40, 20. Veo el final de la autopista. Falta cemento, se acaba. Lo que sigue es el vacío. Me rio, suelto el volante y me doy vuelta.
— Martina, viste Thelma y Louis?
— Ay, no, mis papás no me dejaban.
— Pero sabés cómo termina, no?… bueno, así.
Qué fuerte esta historia! Me encantó el final, inesperado. Me hace pensar en el libro de las vidas pasadas, me pregunto si ésta no será una de las tantas vidas que termina violentamente de la protagonista, y mucho tiempo después, no sabe por qué le tiene miedo a los ascensores o a los autos.